La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera (fragmento)

Así hablaban. Entonces les dije con suaves palabras: —Primeramente saquemos la nave a tierra firme y llevemos a las grutas nuestras riquezas y los aparejos todos; y después daos prisa en seguirme juntos para que veáis cómo los amigos beben y comen en la sagrada mansión de Circe, pues todo lo tienen en gran abundancia.

Así les hablé, y al instante obedecieron mi mandato. Euríloco fue el único que intentó detener a los compañeros, diciéndoles estas aladas palabras:

—¡Ah, infelices! ¿Adónde vamos? ¿Por qué buscáis vuestro daño, yendo al palacio de Circe, que a todos nos transformará en puercos, lobos o leones para que le guardemos, mal de nuestro grado, su espaciosa mansión? Se repetirá lo que ocurrió con el Ciclope cuando los nuestros llegaron a su cueva con el audaz Odiseo y perecieron por la loca temeridad de éste.

Así dijo. Yo revolvía en mi pensamiento desenvainar la espada de larga punta, que llevaba a un lado del vigoroso muslo, y de un golpe echarle la cabeza al suelo, aunque Euríloco era deudo mío muy cercano; pero me contuvieron los amigos, unos por un lado y otros por el opuesto, diciéndome con dulces palabras:

—¡Alumno de Zeus! A éste lo dejaremos aquí, si tú lo mandas, y se quedará a guardar la nave: pero a nosotros llévanos a la sagrada mansión de Circe.

Hablando así, alejáronse de la nave y del mar. Y Euríloco no se quedó cerca del cóncavo bajel pues fue siguiéndonos, amedrentado por mi terrible amenaza.

En tanto Circe lavó cuidadosamente en su morada a los demás compañeros; los ungió con pingüe aceite, les puso lanosos mantos y túnicas; y ya los hallamos celebrando alegre banquete en el palacio. Después que se vieron los unos a los otros y contaron lo ocurrido, comenzaron a sollozar y la casa resonaba en torno suyo. La divina entre las diosas se detuvo entonces a mi lado y me habló de esta manera:

—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ahora dad tregua al copioso llanto: sé yo también cuántas fatigas habéis soportado en el ponto, abundante en peces, y cuántos hombres enemigos os dañaron en la tierra. Mas, ea, comed viandas y bebed vino hasta que recobréis el ánimo que teniáis en el pecho cuando por primera vez dejasteis vuestra patria, la escabrosa Itaca. Actualmente estáis flacos y desmayados, trayendo de continuo a la memoria la peregrinación molesta, y no cabe en vuestro ánimo la alegría por lo mucho que habéis padecido.

Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Allí nos quedamos día tras día un año entero y siempre tuvimos en los banquetes carne en abundancia y dulce vino.

Mas cuando se acabó el año y volvieron a sucederse las estaciones después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, llamáronme los fieles compañeros y me hablaron de este modo:

—¡Ilustre! Acuérdate ya de la patria tierra, si el destino ha decretado que te salves y llegues a tu casa, de alta techumbre, y a la patria tierra.

Así dijeron, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Y todo aquel día hasta la puesta del sol estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino la obscuridad, acostáronse los compañeros en las obscuras salas.

Mas yo subí a la magnífica cama de Circe y empecé a suplicar a la deidad que oyó mi voz y a la cual abracé las rodillas. Y, hablándole estas aladas palabras le decía:

—¡Oh, Circe! Cúmpleme la promesa que me hiciste de mandarme a mi casa. Ya mi ánimo me incita a partir y también el de los compañeros, quienes apuran mi corazón, rodeándome llorosos, cuando tu estás lejos.

Así hablé, y la divina entre las diosas contestóme acto seguido:

—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No os quedéis por más tiempo en esta casa, mal de vuestro grado. Pero ante todas cosas habéis de emprender un viaje a la morada de Hades y de la veneranda Perséfone, para consultar el alma del tebano Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él tan sólo, después de muerto, dióle Perséfone inteligencia y saber; pues los demás revolotean como sombras.

Así dijo. Sentí que se me partía el corazón y, sentado en el lecho, lloraba y no quería vivir ni ver más la lumbre del sol. Pero cuando me harté de llorar y de dar vuelcos en la cama, le, contesté con estas palabras:

—¡Oh, Circe! ¿Quién nos guiará en ese viaje, ya que ningún hombre ha llegado jamás al Hades en negro navío?

Así le hablé. Respondióme en el acto la divina entre las diosas:

—¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No te dé cuidado el deseo de tener quien te guíe el negro bajel: iza el mástil, descoge las blancas velas y quédate sentado, que el soplo del Bóreas conducirá la nave. Y cuando hayas atravesado el Océano y llegues adonde hay una playa estrecha y bosques consagrados a Perséfone y elevados álamos y estériles sauces, detén la nave en el Océano, de profundos remolinos, y encamínate a la tenebrosa morada de Hades. Allí el Piriflegetón y el Cocito, que es un arroyo del agua de la Estix, llevan sus aguas al Aqueronte; y hay una roca en el lugar donde confluyen aquellos sonoros ríos.

Acercándote, pues, a este paraje, como te lo mando, oh héroe, abre un hoyo que tenga un codo por cada lado; haz en torno suyo una libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con dulce vino y a la tercera vez con agua, y polvoréalo de blanca harina. Eleva después muchas súplicas a las inanes cabezas de los muertos y vota que en llegando a Itaca, les sacrificarás en el palacio una vaca no paridera, la mejor que haya, y llenarás la pira de cosa excelente, en su obsequio; y también que a Tiresias le inmolarás aparte un carnero completamente negro que descuelle entre vuestros rebaños. Así que hayas invocado con tus preces al ínclito pueblo de los difuntos, sacrifica un carnero y una oveja negra, volviendo el rostro al Erebo, y apártate un poco hacia la corriente del río: allí acudirán muchas almas de los que murieron. Exhorta en seguida a los compañeros y mándales que desuellen las reses, tomándolas del suelo donde yacerán degolladas por el cruel bronce, y las quemen prestamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la veneranda Persefonea; y tú desenvaina la espada que llevas cabe al muslo, siéntate y no permitas que las inanes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre hasta que hayas interrogado a Tiresias.

Pronto comparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te dirá el camino que has de seguir, cual será su duración y cómo podrás volver a la patria, atravesando el mar en peces abundoso.

Así dijo, y al momento llegó Eos, de áureo trono. Circe me Vistió un manto y una túnica; y se puso amplia vestidura blanca, fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro y velo su cabeza.

Yo anduve por la casa y amonesté a los compañeros, acercándome a ellos y hablándoles con dulces palabras:

—No permanezcáis acostados, disfrutando del dulce sueño. Partamos ya, pues la veneranda Circe me lo aconseja.

Así les dije; y su ánimo generoso se dejó persuadir. Mas ni de allí pude llevarme indemnes todos los compañeros. Un tal Elpénor, el mas joven de todos, que ni era muy valiente en los combates, ni estaba muy en su juicio, yendo a buscar la frescura después que se cargara de vino, habíase acostado separadamente de sus compañeros en la sagrada mansión de Circe, y al oír el vocerío y estrépito de los camaradas que empezaban a moverse, se levantó de súbito, olvidóse a volver atrás a fin de bajar por la larga escalera, cayó desde el techo, se le rompieron las vértebras del cuello y su alma descendió al Hades.

Cuando ya todos se hubieron reunido, les dije estas palabras:

—Creéis sin duda que vamos a casa, a nuestra patria tierra; pues bien, Circe nos ha indicado que hemos de hacer un viaje a la morada de Hades y de la veneranda Perséfone para consultar el alma del tebano Tiresias.

Así les hablé. A todos se les partía el corazón y, sentándose allí mismo, lloraban y se mesaban los cabellos. Mas ningún provecho sacaron de sus lamentaciones.

Tan luego como nos encaminamos, afligidos, a la velera nave y a la orilla del mar, vertiendo copiosas lágrimas, acudió Circe y ató al obscuro bajel un carnero y una oveja negra. Y al hacerlo logró pasar inadvertida muy fácilmente pues, ¿ quién podrá ver con sus propios ojos a una deidad que va o viene si a ella no le place?

 

 

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